SECCIÓN HISTORIAS CLÍNICAS DEL BORDA
Publicado en Revista Psyche Navegante N° 100 Abril 2012
Por simples contingencias relacionadas
con mi práctica clínica en un Servicio de Terapia Regular del Hospital
Borda, comencé a asistir con cierta frecuencia a un espacio comunitario y
grupal –de pública resonancia, aunque no formalmente reconocido por la
propia institución- durante gran parte del año 2010 y unos meses del
2011. Por tratarse de un dispositivo de trayectoria probada, ya conocía
de antemano bastante de su producción. Había tenido la oportunidad por
distintos medios de ver a sus integrantes y referentes más destacados,
quienes algunos solían llamar mi atención por el talento desplegado a la
hora de expresar su arte como denuncia del padecimiento producido por
la locura, las –subrayo las, plural- psicosis y el encierro.
El Viejo Julio –quien
curiosamente nunca estuvo internado en el Hospital Borda pero sí debió
atravesar una breve internación hace décadas en una clínica psiquiátrica
privada- era uno de los “talentosos” para mí: sus monólogos
frecuentemente ácidos, irónicos, por momentos siniestros, denunciaban
gráficamente el infierno de lo Real atravesado por el loco en sus
descompensaciones y en su encierro, más otras injusticias y
desigualdades atravesadas cotidianamente por diversos actores sociales.
Por la dinámica del dispositivo grupal
tuve la oportunidad en reiteradas oportunidades de participar opinando
abiertamente sobre diversos temas que suelen desplegarse en el espacio:
salud mental, clínica, política. Una vez, allá por el mes de mayo del
2010, por razones que ya no recuerdo me retiré del espacio antes que
terminara. Al saludar, camino unos pasos y El Viejo Julio se
acerca. Algo disruptivo aconteció en mi fantasma, teniendo en cuenta el
gusto que muchas veces me daba escuchar sus monólogos, inclusive algo de
orden de la inhibición me asaltó. Nunca había intercambiado diálogo
alguno con El Viejo, hasta ese momento.
“¿Te puedo molestar? Sus primeras palabras mientras me seguía a paso firme en mi camino de salida del Hospital. “¿Vos tendrías un tiempo para atenderme en tu Servicio? “Se acerca el invierno y yo me conozco, para mí es como un otoño, me caigo como una hoja”
La demanda de Julio (por lo menos así me resultaron sus palabras para mí en ese preciso instante) retumbó, me
retumbó, como un imperativo categórico ineludible para que
automáticamente –y con un semblante impávido- acuerde en los fríos
jardines del Borda un día y una hora para entrevistarlo.
A partir de ahora, una primer prueba de
fuego: esa transferencia imaginaria que en determinados dispositivos
grupales muchas veces juega sus cartas, a veces un tanto diseminada y
amorfa, y que había quizás llevado al Viejo a –justo- dirigirse y solicitar “terapia” a mí. Pura contingencia, pero bastante de fantasma.
EL PROLOGO DEL VIEJO
Llega puntual a la primera entrevista al
espacio de consultorios externos del Servicio en el Hospital. Las casi
dos horas que dieron lugar el manantial de significantes donde trató de
“resumir” sus 76 años de vida resultaron realmente arrolladoras. Vaya si
el analista no paga con cuerpo y escucha.
Tuvo su terapia individual con una
profesional del espacio grupal y por distintas circunstancias, su
terapeuta tuvo que dejar de prestar la asistencia, interrumpiendo el
tratamiento. Me cuenta que si bien tiene reuniones grupales con los
integrantes del espacio, decidió reclamar (me) un espacio individual.
Empieza a hablar del prólogo de su vida.
Criado en un conventillo por un padre cartero y una madre fallecida a
sus 11 años por una infección post-operatoria, sexualidad adulta e
impúdica ante su infantil presencia –atribuida por él a “mi infancia de pobre”-;
crianzas temporales de tía y madrastra después de la muerte de su
madre, deseo de ser músico desde muy chico, privaciones por doquier,
diversos oficios desde su juventud como obrero gráfico y técnico en
Radio Nacional, casamiento con quien pasará a ser de ahora en más La Vieja –con quien nunca tuvo hijos-. Internación en una clínica psiquiátrica por algunos meses a posteriori de una mudanza –no deseada por él, sí por La Vieja-,
padecimientos varios, terror insistente y persistente a la pobreza,
miedo a los fantasmas (hasta hoy, a los que nos aterrorizan en nuestro
fantasma infantil, esos que se mimetizan ominosamente con un resplandor
accidental o una sombra de ocasión cuando mamá o papá apagan la luz
para que nos durmamos), militancia variada, ingreso al espacio grupal
–donde en el 2010 me conoció personalmente-, inhibición para hablar -al
principio-, depresiones varias, diagnósticos psiquiátricos de
“bipolaridad” a borbotones, superación de la inhibición para hablar en
público, entusiasmo -un tanto eufórico- a la hora de hablar en público,
oblatividad en niveles astronómicos, deseo de salvar a sus compañeros, a
los pobres, a los locos –como él mismo se define-, a los viejos –como
él-, a la humanidad.
Todo un derrotero en casi ocho décadas
de vida colmada con un padecer de diversas formas en casi 120 minutos de
entrevista. Confieso, mi semblant; inconmovible fue relajándose cuando El Viejo jugaba
por momentos con su fino y ácido humor, inclusive para contar anécdotas
de su selva fantasmática que a más de uno lo hubieran horrorizado.
Costaba –y cuesta- muchas veces puntuarlo en sesión, invitarlo a una pausa para pensar y repreguntarse algo de eso que por momentos lo horroriza. Ese Real que acecha como sus
fantasmas y que lo colocan imaginariamente con la inconsistencia de
“una hoja en el otoño” como él mismo se encargó de presentarse aquella
tarde justamente de otoño en los jardines del Hospital.
Si bien por momentos su discurso parecía
oscilar entre lo que algunos podrían catalogar como “fuga de ideas”,
“logorrea”, un verdadero bocatto di cadinale para estamparle en
la frente su “bipolaridad” como un dichoso “San Benito” colgado, las
constantes referencias al calvario que significa para él colmar todo lo
que la Vieja le exige y demanda día a día desde hace algo así como 40 años de matrimonio –claro está, con la ilusión que algún día la Vieja lo
gratificaría no pidiéndole nada más por tantas décadas de trabajo
forzoso-, sus culpas en relación a la muerte de su madre – se acusa de
haber sido impotente para evitarla, sus inhibiciones y recaudos para “no ir más allá”
que su fallecido padre cartero, pero sobre todas las cosas, el tipo de
transferencia que comenzaba a desarrollarse conmigo, por lo menos en mi
escucha, me hacían dudar de los recurrentes diagnósticos de
“bipolaridad”, o para el caso de nuestras categorías freudianas,
melancolía.
Por lo menos en mi escucha, las palabras del Viejo
rumbeaba para otros lares: notaba que casi todo de lo que él se quejaba
vinculado a su deseo, siempre terminaba obstaculizado por algo o por
alguien: la Vieja y sus constantes reclamos, las necesidades de
sus compañeros del espacio grupal –siempre postergando un acto a favor
de su deseo para ayudar a este o aquel que está peor que él- , un deseo
siempre imposibilitado.
LA PRUEBA DE FUEGO EN TRANSFERENCIA
A lo largo de los meses, las sesiones
con Julio fueron abriendo diversas puertas de sentido. La transferencia
de a poco fue desmalezando algo de ese bosque impenetrable que “vomitó”
aquella primera entrevista de dos horas. Fue dándose cuenta durante
pasajes de su verborragia constante sobre algunas posiciones señaladas: “Tenés razón, siempre trato de explicarle todo a la Vieja como si tratara de convencerla para que no me grite más…” Comenzó a asociar. Sí, con 77 años. Comienza en transferencia a denunciar-se que le costaba mucho desprenderse de cosas que él suele acumular en su casa (y que por supuesto invita a que la Vieja le reproche constantemente que “junta porquerías que trae de la calle” y que se las “va a tirar”). Ya la Vieja no es la única culpable, pasa él a ser responsable. “Me
cuesta desprenderme de las cosas…Tengo eso que le dicen el Síndrome de
Diógenes…voy por la calle juntando cosas que algún día pienso arreglar y
les voy a dar uso pero siempre quedan ahí…” Negocio redondo para su
goce: retención de “porquería”, nunca llega “el día” (para arreglar las
cosas) y canal abierto para la demanda de la Vieja. Inclusive, a
partir de algunas puntuaciones, la carga afectiva relacionada con la
participación en el espacio grupal también pasaría a ser en el análisis,
algo para desprenderse.
Un día, lo Real en la política patea el tablero del consultorio externo y se entromete en el análisis del Viejo. El crimen político de un joven sacude los cimientos de lo cotidiano. La conmoción toca a su puerta, y a la mía.
En la sesión siguiente a la fecha del
crimen concurre ofuscado. En plena transferencia, me plantea su
indignación y opina sobre el hecho. Sus palabras me atañen no sólo como
analista. Su contenido argumental sobre los motivos del acontecimiento
se encuentran a las antípodas de lo que podría opinar sobre ese acontecimiento.
Julio “me” supone un pensar y actuar
–quizás por haber escuchado algunas opiniones mías en el espacio grupal
más por su transferencia- y me expresa hasta un tufillo de temor en
relación a un eventual destino trágico mío similar al del joven
asesinado.
Por primera vez, me habla desde un lugar
de “Padre”, pretendiendo transmitir-me un saber, sin demandar otro a
cambio. Un saber “de viejo”. Un Padre, quizás Imaginario, pero Padre al
fin, que en ese momento logró conmoverme y hasta retrasar una respuesta
con una pregunta como “por qué yo debería terminar cómo aquel joven asesinado y que lo angustia de eso”, por ejemplo.
Cabe destacar que para ese entonces
también, Julio comenzó a participar –hasta el día de hoy lo hace- con
sus ácidas columnas en un programa radial perteneciente a una ONG
vinculada con el campo de los derechos humanos. Pudo empezar a
desprender-se de tareas relacionadas con el espacio grupal del Hospital y
a ampliar su campo de difusión artística a través de la palabra radial.
“Fulano –refiriéndose al creador y director del Espacio- siempre nos dice que el grupo es como un bastón…Una vez que caminemos solos, podemos no usarlo más”.
Vaya manera de metaforizar e invocar a un Otro (Fulano en este caso)
para quizás alivianar cierta carga superyoica y culposa por abrir nuevos
caminos y resignar tiempo y espacio de su valiosa participación en el
dispositivo que ofició de “bastón”, a favor de su deseo. Aún sirviendo
de cierto anudamiento esa invocación de Fulano –que por otro lado le ha
servido para habilitarse a participar en nuevos proyectos- , confieso
que nunca opté por profundizar o interrogar qué hubiera pasado si Fulano
nunca hubiera sancionado con esa premisa.
A la Vieja todavía
a veces le hace caso y le trata de explicar todo con la ilusión de
satisfacerla, aunque a diferencia de antes, algunas veces elige, sí
elige, ignorarla y "hacer la suya". Tiene proyectos y hasta está
cumpliendo algunos. Sigue concurriendo dos veces por semana al Hospital
Borda: una de las dos veces viene a los consultorios externos del
Servicio para atenderse conmigo, y la otra al espacio grupal. Cuando
falta, me avisa un día antes, generalmente por viajes que realiza con
sus compañeros del espacio grupal a distintas provincias para difundir
su trabajo, aunque desde hace un tiempo se permite “no ir a todos lados” porque se cansa. Claro, tiene 77 años, como él mismo se encarga de aclarar.
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