SECCIÓN PSICOANÁLISIS (i)MITO
El dulce de leche, la birome, el colectivo, el by pass, el sifón de la soda, las huellas digitales, la cruza canina Dogo, el alambre de púas, el magiclick... No importa a esta altura cuánto de mito -ojo, el mito no siempre debe ser concebido como una vil maniobra cuyo fin espurio resulta ser un burdo velo para darle un sentido discursivo a lo inexplicable y/o incomprobable 'científicamente' - y cuánto de 'cierto' en términos de eso que llamamos comúnmente 'rigurosidad histórica' puede haber en que los objetos, descubrimientos y dispositivos fetiche referidos engrosan el generoso menú que (retro)alimenta al -según unos cuantos- obeso narcisismo criollo refregado y ostentado tantas veces para nuestro autoerotismo de cabotaje como la fanfarronería chauvinista de exportación.
Si en la lista del menú pasamos a la parte de los postres que enorgullecen nuestro patriotismo, los de 'carne y hueso', también entrarían -solo por citar algunos- Houssay, Favaloro, El Che (lógicamente que un sector de nuestros patriotas lo omitirían olímpicamente como 'orgullo nacional'), Maradona (no faltará nunca algún compatriota que exhiba en su anecdotario haber estado en alguna lejana latitud de estas pampas, en algún exótico país, que cuente haber sido entendido como 'argentino' a pesar del idioma inentendible solo por decir 'Maradona') y hoy seguramente Messi (a pesar de la herida narcisista que genera a unos cuantos que el brillante futbolista no se digne a cantar el Himno Nacional en los partidos de la Selección de fútbol). A Gardel, con el todavía hoy discutido lugar de nacimiento (¿argentino? ¿francés? O ¿uruguayo?) lo dejamos tranquilo.
Hay algo que también tiene una impronta idiosincrática tan 'nuestra' como todo y todos los de arriba, aunque si nos remitimos a sus coordenadas de espacio en lo que se refiere a su nacimiento y temprano desarrollo la ajenidad se torna absoluta. El psicoanálisis.
Cabría preguntarse cómo una praxis (no dije ciencia, dije praxis) surgida en el corazón del extinto Imperio Austrohúngaro con un cúmulo de rígidas normas victorianas como escenografía de fondo, cuyo 'autor' resultó ser un judío nacido en Moravia -cuenta la leyenda que su padre le agregó en manuscrito en un párrafo del libro del Antiguo Testamento 'oficial' de su familia, el nombre hebreo Shelomoh en honor al Rey Salomón como segundo nombre del Sigismund, que nunca fue 'usado' por el 'beneficiario' lo cual ya dice algo de lo que él mismo, el mismo Sigmund Freud, llamara casi irónicamente en el desarrollo de su impresionante obra 'la novela familiar del neurótico'- , cabría preguntarse cómo se expandió cual reguero de pólvora en tierra argenta y criolla al ritmo irrefrenable de la metástasis en un tumor terminal e irreversible.
No pocos historiadores y biógrafos de Sigmund Freud nos han contado hasta el hartazgo la escena en que, a finales de agosto de 1909 y en compañía de Carl Jung -por entonces uno de sus discípulos predilectos en quien depositaba esperanzas no menores para demostrar que el 'naciente' psicoanálisis 'no era una práctica solo de judíos', el vínculo se rompería tres años después por diferencias y narcisismo irreconciliables- arribando en barco al puerto emblemático de New York (ambos habían sido invitados por la Clark University para difundir de qué se trataba esa disciplina tan oscura que planteaba entre otras barbaridades que 'yo no soy yo' y que 'la gente normal lleva en sus profundidades un parricida incestuoso , toda una osadía para el ambiente universitario), el maestro le comentara a su aprendiz ante una muchedumbre que esperaba el arribo: 'Mira como nos saludan, y no saben que les traemos la peste'.
Grueso yerro de Freud. Quizás traicionado por una irresponsable e inmadura ilusión, o por algún amor por lo sajón en estado latente y no declarado, el psicoanálisis en versión (y no 'sub-versión) norteamericana durante las décadas posteriores hasta la actualidad cobró formas, o mejor dicho, de-formas, muy distantes al carácter 'subversivo' en el sujeto del inconsciente que fue fuente inspiradora del nacimiento de su práctica. Podríamos decir que se convirtió en una 'apología de la adaptación' a la madurez de lo 'políticamente correcto' dictaminado por la cultura (norteamericana) del 'no malestar' (o 'no molestar', DO NOT DISTURB). Las películas del genial director Woody Allen dan cuenta de cómo el imaginario sajón ha convertido al psicoanálisis en 'eso'.
Si pudiéramos mágicamente modificar algunas coordenadas de tiempo y espacio en hechos históricos relevantes (un deseo, lógicamente imposible, como todo deseo de muchos neuróticos que transforman su deseo a un imposible para poder seguir deseando), la escena de Freud y Jung en la proa del barco ante la atenta mirada de la Estatua de La libertad, bien podría haberse trasladado a las costas y riberas del puerto de Buenos Aires. Freud nunca se hubiera imaginado que no mucho tiempo después de su ingreso a la inmortalidad, el psicoanálisis efectivamente se transformaría en 'una peste' muy lejos de la Quinta Avenida, a miles de kilómetros, en la principal metrópolis del territorio más austral del planeta.
Ni el más exitista apóstol de su círculo íntimo (ni el propio Freud), de seguro, se hubiera aventurado a afirmar que, pasada cierta empiria del 'buceo del inconsciente' en el país de los arrabales y el tango, sería moneda corriente que cualquier avispado 'hijo de vecino' se sintiera habilitado a señalar un 'acto fallido' a un 'otro' ante una mínima 'equivocación' en el inevitable equívoco del habla, como quien socarronamente pretende marcar 'algo que no me estás diciendo', o que la acusación de 'estás proyectando' (término que en realidad el joven Freud toma tempranamente en su obra de la psiquiatría de época) pasara a ser en varias ocasiones cotidianas un recurso huidizo de cualquier mortal para cargar invertidamente las miserias propias denunciadas por el 'otro de ocasión' y -siguiendo un lunfardo futbolístico- 'tirar la pelota afuera', o sin ruborizarse contar un sueño a un casi perfecto desconocido para que nos devuelva una suerte de 'desciframiento talmúdico' y saber si los ruidos del sótano de nuestra psiquis se corresponden al merodeo de unos simples roedores o al despertar creciente del monstruo más temible de nuestras pretéritas pesadillas el cual creíamos 'derrotado'.
A meses de comenzado el siglo XX -y bastante antes que Freud utilizara su por demás amada y admirada mitología griega para explicar nuestra psiquis a través de una novela disparatada, la cual pretende contarnos que una inmensa mayoría de la humanidad deberá lidiar en gran parte de su vida con la resistencia a resignar seguir siendo 'los ojos de mamá y papá, aún siendo 'grandecitos', con hijos, nietos y hasta bisnietos- , la publicación de su 'Psicopatología de la Vida Cotidiana', un hermoso compendio casi a modo de manual donde se describe nuestra 'neurosis del día a día', la silenciosa, la que no nos alarma (hasta que las inhibiciones, los síntomas y la angustia toquen nuestra puerta para perturbarnos y avisarnos que no todo 'marcha sobre ruedas en la vida), los fallidos, chistes, olvido de nombres propios (esas lagunas que para sortear la agobiante vergüenza nos obliga a decir 'lo tengo en la punta de la lengua!) sería el anticipo de la tragedia del Edipo que más tarde guionara el recorrido de la obra freudiana.
Ni la versión más afiebrada de Freud hubiera aseverado que ese tendal de 'actos sintomáticos' pasarían a ser objeto de comentarios (y hasta a veces de teorías e interpretaciones 'salvajes' como al propio Freud le gustaba aclarar) en ámbitos de legos, cafetines, oficinas, lejos, muy lejos consultorios y ámbitos académicos.
Volvemos al mito. Buenos Aires tiene más analistas por metro cuadrado que París. Un mito que quizás, haciendo cierto esfuerzo estadísticos, hasta podría pasar a ser una tesis comprobada con 'rigurosidad científica'. Nada es casual. Hasta la zona de un barrio porteño que en la última década elevó sustancialmente el valor de su metro cuadrado (gracias a una formidable especulación capitalista inmobiliaria gestionada por distintas administraciones comunales) es nominada como 'Villa Freud' por la presunta elevada proporción de la relación analista-metro cuadrado del mito no tan mito.
El mito ha servido para que muchos, o algunos tantos, sostengan con total impávidez eso que 'el psicoanálisis es una práctica para clases medias', para acto seguido denostar al propio Freud -y pretender 'correrlo por izquierda- en acusarlo de 'no haber pensado en las clases pobres' en lo que se refiere a las condiciones de posibilidad de un encuadre analítico. Otra marca registrada a veces muy argentina. Y muy lamentable. Como si el inconsciente y el padecimiento del ser reconociera las clases sociales. Una supina estupidez.
Quizás no es tan recordado (ni por los propios freudianos) las perspectivas proyectadas por Freud y las 'condiciones de posibilidad' de la práctica analítica en relación a las clases más proletarizadas. En el año 1923, cuando Freud se disponía a prologar un texto de su amigo Max Eitingon (quien resultó ser el primer psiquiatra en pretender desarrollar el psicoanálisis, fundador del Primer Policlínico Psicoanalítico en Berlín) con total desparpajo -habitual en él- dejó sentado: "Si además de su importancia científica el psicoanálisis tiene valor como método terapéutico, si es capaz de prestar auxilio a la humanidad sufriente en su lucha por cumplir las exigencias de la cultura, entonces este auxilio también debe ser dispensado a la gran masa de aquellos que son demasiado pobres para retribuir con sus propios medios la ardua labor del analista. He aquí una necesidad social particularmente perentoria en una época que, como la nuestra, es de incontenible pauperización para las capas intelectuales de la población, expuestas en mayor grado al peligro de la neurosis"
Gracias 'Sigi'.
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